sábado, 2 de agosto de 2008

El blanco infierno

Emilia Díaz

Nunca pensé que el infierno fuese tan luminoso, tan blanco. Quizás todo se deba a las acciones de mis últimos minutos de vida, por lo menos, los que permanecen en mi memoria. Aquella noche, la final, la definitiva, debía marcar el inicio de una nueva vida. Luego de intercambiar anillos y celebrar con inagotables litros de aguardiente con familiares y amigos, mi amor y yo iniciamos el trayecto hacia la casa del Junquito que habían puesto gratuitamente a nuestra disposición para concluir nuestra celebración, para consumar nuestro amor.

Yo iba al volante y ella me sonreía desde el asiento contiguo sin percatarse de lo que realmente sucedía. Tal vez el cansancio de la ceremonia había acabado con la agudeza de sus sentidos. Sin embargo, yo estaba allí con la ventana abierta escuchando desde el inicio de la carretera un motor que parecía acompañarnos. La falta de aire acondicionado en nuestro vehículo y el frío de la noche habían deteriorado la visibilidad. Después de la primera curva, la neblina había empañado ya todos los vidrios. Procuré manejar despacio, puesto que las únicas luces que parecían iluminar la húmeda carretera eran la de nuestro carro. Tímidamente se proyectaban hacia el asfalto anunciando sólo la presencia de objetos cercanos. Aún así, en medio de esa ausencia, de esa carretera tan vacía pero tan llena de fantasmas a la vez, el motor continuaba acompañándonos. Únicamente se detuvo cuando llegamos a nuestro destino.

Luego de una eterna hora de viaje, la casa pareció asomarse ante nuestros ojos. Unos pocos rayos de luz amarilla iluminaban una puerta blanca que parecía desconcharse ante nuestra presencia. Me bajé del carro y pude sentir el viento que movía las hojas de los árboles haciéndolas sonar. Unas cuantas chicharras cantaban ocultando una serie de sonidos tímidos, pero amenazantes. Entre ellos podía sentir la presencia inminente de nuestro perseguidor. Ignoré por momentos este hecho y tomé a mi amor entre brazos para conducirla al interior de la casa, para así traspasar juntos aquella puerta que anunciaba un mundo lleno de sorpresas.

Entre una serie de trastabilleos y desequilibrios logré abrir la puerta. La oscuridad y mis ojos, que ahora sólo veían objetos en movimiento, no me permitían dar pasos certeros y avanzar con firmeza. Sentía que debía desarrollar una gran fortaleza para defendernos a ambos. Ella, sin embargo, conservaba una tranquilidad virtuosa. La coloqué sobre un sillón que tropezó con nosotros, después de dar unos diez pasos entre sombras. Entre tanta oscuridad y tantos ruidos silenciosos, necesitaba hallar una luz, necesitaba confirmar que mis sospechas eran falsas. De otra forma, correríamos el mayor de los peligros.

Le dí la espalda a mi amor y repetí el trayecto hacia la puerta para buscar en las paredes algún suiche. Mientras tanto sonaron doce campanadas de un reloj antiguo. Con el primer “gong” me detuve. Escuché luego los cinco siguientes y mi mano fue instintivamente hacia mi bolsillo, donde conservaba una navaja de antaño. El séptimo “gong” me llevó a sacarla de su lugar original y prepararme para cualquier ataque. El octavo y el noveno, me permitieron alcanzar la pared. Otro “gong” y yo no encontraba suiche alguno. Entre este último sonido y la onceava campanada sentí un movimiento extraño a mis espaldas. ¿Sería nuestro perseguidor? El doceavo “gong” detuvo mi corazón. Sentía que pronto recibiría un ataque sorpresivo, un ataque inminente que acabaría con mi existencia en un instante. Fue entonces cuando conseguí un botón, lo oprimí, una luz iluminó el lugar y lo descubrí. Quise anticiparme a sus acciones y rápidamente comencé a acuchillearlo. Él se defendía con la misma agilidad. Pronto acabamos los dos en el piso, frente a frente, sin ánimo de continuar ataque alguno. No sé por qué, pero me sentí tranquilo. Creo haberme quedado allí durmiendo.

Horas más tarde una luz invadió el recinto y penetró directamente en mis ojos. Los abrí, pero me quedé en el suelo. Fue entonces cuando pude ver con mayor claridad a nuestro perseguidor. Una sombra que salía de mis pies estaba sostenida por mi puñal, que parecía estar clavado sobre su oscuro corazón. Me volteé para ver si mi amor se había salvado de su ataque. Había desaparecido. En su lugar, sobre el sofá, sólo se podía observar una botella vacía de aguardiente. Después de eso, no recuerdo muy bien qué sucedió. Quizás acabo de morir y llegué al infierno, un infierno de cuatro paredes blancas, vacío, absoluto, que me separa de mi amor y me mantiene en una rotunda soledad.

(3er semestre - 2004-II - Taller de Redacción I)

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