miércoles, 2 de julio de 2008

1184, Francia

Michelle Falsone G.

1184, Francia.

El olor a ceniza inunda el aire. La brisa cargada de humo le ensanchaba los pulmones; parecía darle satisfacción respirar ese aire de carne rostizada. Se podían escuchar los ecos de gritos desgarradores de voces que no volverían a escucharse.

Era invierno, pero el calor del fuego aún haciendo crepitar trozos de madera mantenía alejado el frío.

“Es mi deber sagrado llevaros a donde perteneces, os castigo, malvados demonios y os condeno al fuego infernal”, gritó el obispo a la multitud concurrida alrededor de la plaza.

Se sentía bien de nuevo, como debía ser, sintiendo regocijo por haber cumplido su deber. Acabó con ella, y con todas las que eran como ella. Esa víbora seductora que lo hipnotizaba con su caminar suntuoso, labios carnosos que encerraban esa lengua bífida, ese aliento que era veneno mortal, y esos pechos…. pecado.

La había condenado al fuego del infierno, la había mandado de vuelta a donde pertenecía, lejos del mundo y de los santos como él. A él no le importaba su propio fin, sabía que iría al cielo, de eso estaba seguro, el señor le guardaría un puesto a su lado, por haber cumplido con su misión. El creía en la santa inquisición, el santo oficio, en el honor de limpiar la tierra de los infieles y los impuros, de los demonios. El era el salvador de los hombres y nada debía temer.

Cómo le emocionaba verla retorciéndose entre las llamas, esa imagen tan delicadamente esculpida, se iría para siempre, ahora si él sería libre, libre de su embrujo.

El fue el salvador de las almas del mundo y condenar a las almas corruptas que torcían la verdad originando pensamientos impíos a los mortales era su misión, extinguir el mal, aniquilar la escoria de la humanidad.

1820, España.

El olor a ceniza inunda el aire, la brisa cargada de humo le ensancha los pulmones, a él no le importaba su fin, sabía que iría al cielo, de eso estaba seguro. El creía en la santa inquisición aunque ya no existiera, en el honor de limpiar la tierra de los infieles y los impuros, de los demonios. El era el salvador de los hombres y nada debía temer.

Estaba siendo condenado por unos mortales, inconscientes, como cuando Cristo fue crucificado. “Sí, Cristo es como yo”. Comenzó a respirar el olor de su propia carne rostizándose. Ampollas en sus pies comenzaron a explotar.

La piel de las piernas se caía chamuscada, gritó de dolor, y como una visión entre la hoguera allí estaba ella. La imagen no se desvanecía y las llamas subían altas. De los labios carnosos salió una voz diciendo: “La verdad te condena”. Y por primera vez en su alma sintió temor, en su oscura vida de poder dominador.

Ecos de gritos desgarradores clamaban piedad, y su sombra de hierro, oscura y cruel, desapareció entre las altas llamas de la hoguera que crepitaba.

2184, Francia, España.

Es invierno y el olor a ceniza inunda el aire…


(3er semestre - 2007-2 - Taller de Redacción I)

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